Cuerpo propio, ley ajena

Por Carlos Nzupa

8/8/20252 min read

La madrugada en que Alan (defensor de derechos humanos) fue esposado y exhibido por conductas consideradas obscenas dentro de un auto, la policía de Mineral de la Reforma justificó la detención citando un bando municipal que criminaliza el sexo consentido en espacios privados pero visibles. Hace algunos meses atrás, en la estación Mixcoac del metro, cuatro personas terminaron ante un juez cívico por posar en lencería mientras se tomaban fotografías; la acción se activó en minutos gracias a agentes de la SSC alertados por una usuaria alarmada por el “atrevimiento” de la piel al aire. Dos escenas distintas, el mismo reflejo: cuando la moral se disfraza de ley, el Estado despliega un celo que raras veces asoma frente a la violencia real.

Esa contradicción es tangible en los números. En Pachuca, referencia obligada para Mineral de la Reforma, la percepción de inseguridad según la Encuesta Nacional de Seguridad Pública Urbana del INEGI es de 48.3% en el segundo trimestre de 2025, pese al discurso oficial de “reducción del delito”. En el mismo municipio, solo 7.3% de la población confiaba en su policía en 2020 y la cifra negra de delitos sin denunciar llegó al 89% en 2023. Es decir, la fuerza pública aparece con eficacia cuando se trata de vigilar el cuerpo ajeno, no cuando una víctima de robo, extorsión o agresión la necesita.

Nada revela más la raíz de este desorden que la fijación por el cuerpo. Se toleran curas que cometen abusos a menores de edad por años si es que alguien los denuncia y llega algún castigo para ellos, políticos que tienen antecedentes delictivos y supuestos empresarios que se dedican al lavado de dinero o a evadir impuestos, pero un torso tatuado, un pezón en el andén o dos muchachos besándose dentro de un coche detonan toda la maquinaria punitiva. ¿De dónde nace ese miedo a la piel? De una moral religiosa-patriarcal que convirtió la sexualidad y por extensión el cuerpo en terreno de culpa.

Sin embargo, tu cuerpo es tu primer territorio soberano: puedes adornarlo con tinta o acero, explorar el placer con quien consienta, modificarlo o, llegado el límite del sufrimiento, decidir poner fin a la vida. Esa soberanía, reconocida en la Constitución como libre desarrollo de la personalidad y autonomía corporal, se queda en letra muerta si la policía se erige en guardián del pudor y no de la seguridad.

Mientras la patrulla persigue bragas, caricias y besos, los delitos de alto impacto se expanden. La impunidad garantiza que un agresor armado tenga más probabilidades de eludir sanción que una pareja semidesnuda de librarse de la falta administrativa. El resultado es una sociedad doblemente indefensa: vulnerable ante el crimen y sometida a la vergüenza pública por atreverse a vivir su deseo.

Es urgente desmontar esas leyes-espejo de la moral que sancionan la intimidad y exigen decoro en pleno siglo XXI. Lo obsceno no es besarse en un coche o posar en ropa interior, sino que las autoridades prioricen castigar el eros mientras millones de personas organizan sus rutinas según el miedo. Defender la libertad sexual, el derecho al desnudo, las modificaciones corporales y, sí, la eutanasia, no es un capricho libertino: es reclamar un Estado que proteja la vida y sus formas de vivirla en lugar de disciplinarla.

Cuando la fuerza pública abandone el papel de celador de la moral, tal vez empiece a ser útil contra los verdaderos peligros que nos acechan tras la puerta de casa.