El Estado contra María Guadalupe: violencia vicaria judicial
Por: Dra. Haidee Franco Moreno
11/4/20254 min read


El Estado contra María Guadalupe: violencia vicaria judicial
Por: Dra. Haidee Franco Moreno
María Guadalupe González Martínez es mujer otomí, madre y trabajadora del hogar.
Durante años limpió casas ajenas en Temoaya, Estado de México, para sostener a sus dos hijos.
El 4 de julio de 2022, agentes del Estado irrumpieron en su vida.
La detuvieron sin orden, sin explicación y con el uso de la fuerza.
Nadie le dijo por qué; solo escuchó gritos y sintió cómo la empujaban hacia una patrulla.
Ya en la comandancia, la revisaron.
Entre sus pertenencias encontraron mil pesos, el dinero que pensaba usar para comprar comida en el mercado para sus hijos.
Le dijeron que ese era el precio por hacer una llamada y avisar a su familia dónde estaba.
Así comenzó el infierno.
En el Centro de Justicia de la Mujer de Toluca, fue interrogada sin entender por qué la acusaban.
Ese mismo día fue trasladada al reclusorio de Almoloya de Juárez, en Santiaguito.
La llevaron al área conocida como Imaginaría, el pabellón donde permanecen otras mujeres acusadas de delitos tan absurdos como el suyo.
El nombre del lugar parecía una burla: Imaginaría, el sitio donde la justicia se inventa culpables.
Allí, entre muros y uniformes azul rey y café, Guadalupe entendió que la justicia mexicana no es una institución: es una ficción escrita con su cuerpo.
Ante el médico legista le entregaron un montón de hojas que no comprendía y le ordenaron firmar.
Guadalupe, agotada y sin saber qué decían, firmó.
Sin advertirlo, firmó su propia condena.
Cuando el Estado repite la violencia del agresor
En México, la violencia contra las mujeres no termina en el hogar: continúa en los tribunales.
Lo que vivió María Guadalupe González Martínez es violencia vicaria institucional, una forma de castigo en la que las estructuras del Estado reproducen la violencia del agresor.
Primero fue el maltrato doméstico; luego, la indiferencia judicial; finalmente, el encarcelamiento.
El sistema penal no solo la despojó de su libertad: le arrebató la maternidad, usó a sus hijos como armas silenciosas de tortura emocional.
Durante dos años, esos niños crecieron lejos de su madre, escuchando que ella era “culpable”, mientras el verdadero responsable seguía libre y sin pagar la pensión que debía.
La ley como continuidad del abuso
El caso de Guadalupe muestra cómo la violencia vicaria no siempre necesita golpes:
basta con un expediente judicial, una orden de aprehensión y un juez dispuesto a creer una mentira.
El Estado repite lo que el agresor no pudo hacer solo: callarla, castigarla, aislarla.
Eso no es justicia: es la institucionalización del maltrato.
Ya dentro del reclusorio, le informaron que estaba ahí acusada de tres delitos: tentativa de feminicidio, secuestro y abuso sexual contra la pareja de su exesposo.
Todo apunta a una fabricación de carpetas, una estrategia para justificar con papeles lo que la policía no pudo probar en la vida real.
El expediente fue su condena antes del juicio, una historia escrita por otros para borrar la suya.
El poder judicial mexicano actúa como un espejo roto: refleja los prejuicios de género, de clase y de raza que dominan la sociedad.
Como escribió Luis Villoro, la corrupción del poder comienza cuando se pierde la ética.
Y en México, la ética desapareció entre los sellos de los expedientes.
La familia que resiste
Mientras la justicia la abandona, Guadalupe no está sola.
Su hermana Cecilia, su familia, amigos y vecinos se han convertido en su voz, sus piernas y su esperanza.
Ellos cuidan a los hijos, acompañan las audiencias, golpean puertas que siempre se cierran.
Su familia ha resistido donde el Estado fracasó.
Guadalupe repite: “Aquí están mis manos, estoy limpia.”
Y esas manos —las mismas que lavaban pisos, que abrazaban hijos, que hoy sostienen la dignidad— son el testimonio más claro de su inocencia.
Manos que no matan ni dañan, sino que sostienen la memoria de un país que castiga a sus mujeres por atreverse a vivir con dignidad.
La violencia que el Estado no reconoce
Hablar de violencia vicaria no es un ejercicio teórico:
es nombrar el modo en que el Estado se convierte en cómplice de la agresión.
Cada funcionario que negó un traductor, que ignoró una prueba o que validó una mentira, repitió la violencia del hogar con sello institucional.
Guadalupe no fue juzgada: fue castigada por haber sobrevivido.
El caso de María Guadalupe González Martínez revela algo más profundo que una injusticia individual.
Muestra el rostro de un Estado que castiga la desobediencia femenina y que, al hacerlo, se destruye a sí mismo.
Porque cuando una mujer es condenada por pedir justicia,
cuando la ley usa a sus hijos para silenciarla,
y cuando el agresor sigue libre,
entonces la violencia ya no es excepción: es sistema.
No se trata solo de revisar una sentencia,
sino de reconocer la raíz del daño:
un aparato judicial que convirtió el dolor de una mujer en espectáculo de poder.
La historia de Guadalupe es el retrato de un país que aún no entiende
que la justicia sin ética es otra forma de violencia.
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