México: cuando el pueblo pone el cuerpo y el gobierno las excusas

J Franco

9/17/20254 min read

En este país, las tragedias comienzan con decisiones que parecen pequeñas pero que revelan el tamaño del clasismo y la impunidad. Antes, las refresqueras repartían en pequeñas camionetas que podían maniobrar en calles angostas y seguras. Hoy, para ahorrarse costos, envían enormes tráileres que se meten en colonias donde nunca debieron circular. La comodidad del empresario vale más que la vida del peatón. Lo mismo pasa con las pipas de gas, muchas de doble remolque, que atraviesan barrios enteros sin restricciones de velocidad, sin supervisión real, y a menudo con conductores que no tienen la capacitación suficiente para manejar cargas tan peligrosas.

En 2021, esa lógica se tradujo en tragedia: en la colonia La Joya, Puebla, una niña que soñaba con ser maestra fue arrollada y muerta por un camión de Coca-Cola. La indignación duró poco; los expedientes se llenaron de polvo y la empresa siguió operando como si nada. El mensaje fue claro: la vida de los pobres es prescindible.

Cuatro años después, en 2025, Iztapalapa volvió a ser testigo de lo mismo: una pipa de gas volcó y explotó, dejando muerte y devastación. Esta vez el nombre que resonó fue el de Alicia Matías Teodoro, la abuela que dio su vida para salvar a su nieta. Alicia no tuvo protocolos de emergencia ni brigadas de rescate a la mano: tuvo que poner su propio cuerpo donde el Estado y las empresas fallaron. Su heroísmo no debe romantizarse: es el resultado brutal de un sistema que abandona al pueblo y lo obliga a resistir con las uñas.

Porque estas tragedias no ocurren en Polanco. Y no porque allí reine la buena suerte, sino porque en esas colonias de privilegio los camiones de carga no entran, las pipas no circulan sin control, las calles tienen infraestructura adecuada y los vecinos tienen suficiente poder para impedir que se normalice el riesgo. En esas zonas, las banquetas están completas y arboladas, los cruces peatonales cuentan con semáforos funcionales, las patrullas vigilan con frecuencia y las cámaras de seguridad abundan en cada esquina. Los servicios de emergencia llegan en minutos y las aseguradoras cubren cualquier daño con rapidez.

En cambio, en las periferias, el pueblo vive con el miedo diario de que cualquier jornada de trabajo o estudio termine en desastre. Ahí las banquetas son inexistentes o están invadidas por puestos porque la gente necesita sobrevivir, las calles son tan estrechas que obligan a caminar hombro a hombro con tráileres o pipas de gas que jamás deberían transitar por ahí. La iluminación es deficiente, los semáforos no funcionan o nunca existieron, los pasos peatonales son meras rayas borradas en el pavimento y los reductores de velocidad brillan por su ausencia.

Mientras en las colonias ricas se levantan quejas vecinales porque una obra molesta con el ruido o porque se estacionó un auto “fuera de lugar”, en los barrios populares las denuncias por fugas de gas, choques de tráileres o atropellamientos de niños son recibidas con indiferencia burocrática. Y cuando llega la tragedia, las familias pobres no solo cargan con el duelo: también con la incertidumbre de si alguien pagará los gastos médicos o funerarios, porque las empresas suelen evadir su responsabilidad y el Estado se limita a prometer apoyos mínimos.

Ese es el México profundamente clasista y elitista: el que construye muros invisibles de protección alrededor de las colonias acomodadas, mientras deja a la intemperie a millones que caminan todos los días con la muerte rozándoles el hombro.

El clasismo no necesita anunciarse: se siente en cada banqueta rota, en cada calle sin señalización, en cada colonia donde el transporte peligroso circula sin freno. Y lo más doloroso es que todo esto ocurre bajo un gobierno que se dice de izquierda, que promete estar del lado del pueblo, pero que en la práctica deja intactas las viejas estructuras de impunidad.

¿Dónde están las reformas que de verdad protegerían a la gente común? La reducción de la jornada laboral a 40 horas sigue congelada. Los controles estrictos para transporte de carga peligrosa siguen en papel. La infraestructura de barrios populares se posterga una y otra vez. En cambio, lo que sí avanza es la lógica empresarial: abaratar costos aunque signifique multiplicar riesgos, seguir engordando bolsillos a costa de vidas.

El pueblo pone los muertos, los empresarios ponen las condiciones, y el gobierno administra las condolencias. Ese es el círculo vicioso que une a Puebla en 2021 e Iztapalapa en 2025. No es destino, es negligencia. No es casualidad, es corrupción. Y mientras las grandes empresas y transportistas puedan comprar permisos y favores “arriba”, seguiremos llorando tragedias que nunca debieron repetirse.

La memoria de Alicia Matías Teodoro y de la niña que soñaba con ser maestra deberían servirnos para exigir lo básico: que la vida del pueblo no se sacrifique en nombre del ahorro empresarial ni de la comodidad de las élites. Que un gobierno que se dice popular y de izquierda nos demuestre, con hechos y no con discursos, que de verdad está de nuestro lado.

Una reflexión personal

Yo mismo fui seguidor de un diputado —hoy senador— que suele hacer videocharlas. Me parecía, y me sigue pareciendo, de lo menos malo dentro de este gobierno. Pero no puedo callar la molestia que me provoca cuando, ante reclamos legítimos de sus seguidores, se limita a responder que “deben organizarse, juntar firmas, manifestarse, hacer algo”.

Si teníamos que seguir luchando en las calles para conseguir lo mínimo, ¿para qué salimos a votar masivamente por ustedes? ¿Para qué les dimos mayoría en el Congreso? ¿Para qué depositamos nuestra confianza en un proyecto que prometía representar al pueblo? Si la respuesta siempre es que debemos hacer nosotros lo que ustedes, como legisladores, deberían garantizar, entonces ese voto sirvió de poco.

La labor de un senador no es dar consejos de activismo: es representar la voz del pueblo en las instituciones. Y si todavía no lo entienden, quizá la única salida que nos quede sea quitarles el voto. Porque el pueblo ya cumplió su parte en las urnas; ahora toca a quienes elegimos demostrar, con acciones y no con excusas, que de verdad nos representan.